¿Debería permitirse a las monedas flotar libremente?

Desde que la crisis financiera diera lugar a algunos de los mayores experimentos monetarios de la historia reciente, las acusaciones de «manipulación de divisas» han sido frecuentes. Estas reflejan el dogma liberal predominante, que dicta que los tipos de cambio deben ser determinados por el mercado, limitando el papel de los bancos centrales a observadores silenciosos. Cualquier intento de influir en el valor de una moneda representa una amenaza para el sistema que debe ser denunciada. Estados Unidos actúa como el principal guardián del régimen y promulga una «Lista de Monitoreo» de miembros díscolos, que actualmente incluye a China, Corea, Taiwán, Japón, Alemania y Suiza.

Sin embargo, los tipos de cambio flotantes son una invención relativamente moderna. Durante la mayor parte de la historia, el valor de las monedas se ha fijado en relación al de un metal precioso o al de otra moneda. El colapso del régimen de Bretton Woods en 1973 puso fin a la convertibilidad del dólar en oro, e inauguró la era de monedas fiduciarias flotantes.

El traspaso de poder a los mercados fue más caótico de lo inicialmente se esperado, y llevó a varios intentos de coercer su libertad. Hubo una serie de parches, como el Sistema Monetario Europeo (SME) en 1979 y los Acuerdos de Plaza y Louvre (1985-87). La capitulación total ocurrió en 1992, cuando Soros quebró al Banco de Inglaterra, obligando al Reino Unido a abandonar el SME. La humillante derrota de tan venerable banco central fue una lección para otros y apuntó una decisiva victoria para el capitalismo. Los controles cambiarios tenían un efecto secundario negativo: requerían de controles de capital. Su eliminación coincidió con la implementación del Acuerdo de Basilea para la supervisión bancaria transfronteriza, lo que desencadenó la globalización del capital experimentada en las últimas décadas.

Aunque las divisas flotantes son hoy en día la norma, el hecho de que los gobiernos permitan a los mercados fijar el precio de un bien público clave es una singularidad. De hecho, suele ser el caso que los gobiernos intervengan cuando hay una falla del mercado, y no al revés. La falta de éxito de los regímenes cambiarios se debe en parte a lo que en finanzas se conoce como la «Trinidad Imposible», que establece que un banco central no puede por sí solo perseguir al mismo tiempo un tipo de cambio fijo, una política monetaria independiente y la libre circulación de capitales. Con monedas fiduciarias sin embargo, esta restricción podría ser superada si los países se pusiesen de acuerdo para cooperar – Bretton Woods, en última instancia, colapsó debido a su vinculación con el oro, pero las monedas fiduciarias pueden ser creadas a discreción de los bancos centrales.

Sin embargo, el problema es mayor que uno de acción colectiva, ya que una condición previa para la cooperación mutua es tener un marco común para determinar los tipos de cambio de equilibrio. Contrariamente a otros activos financieros en los que existe una metodología de valoración generalmente aceptada – reduciendo el problema a estimar las variables del modelo – en divisas, lo mejor que tenemos, es un mosaico de teorías vagamente relacionadas basadas en diferenciales de poder adquisitivo, tasas de interés, crecimiento e inflación. El estado de cosas es tan pobre, que el mercado de divisas tiene el dudoso honor de ser el único en el que una arcana técnica de pronosticación conocida como «Análisis Técnico» produce resultados empíricos positivos.

En ausencia de un principio rector, la ley de la oferta y la demanda es el mejor mecanismo de descubrimiento de precios que tenemos. Sin embargo, los mercados no son infalibles, y está lejos de ser obvio que los países deban someterse ciegamente al estrés macroeconómico que un tipo de cambio flotante puede provocar. Plegarse a ello puede conducir a subordinar todas las herramientas de política económica al mercado. De hecho, en su informe, el Tesoro de Estados Unidos espera de los países bajo supervisión que ajusten sus políticas monetarias y fiscales para permitir un tipo de cambio completamente determinado por el mercado, y casi llega a pedir a Alemania que produzca automóviles mediocres para corregir su superávit comercial.

Admitir la propia ignorancia es un requisito previo para adquirir conocimiento; sin embargo, la fe a menudo se adelanta a la razón. Sería mucho más productivo si en lugar de señalar a aquellos que no reverencian al mercado, se dedicaran más esfuerzos a desarrollar una teoría sirva como herramienta fiable para determinar los tipos de cambio adecuados. Esto podría servir para devolver la facultad de fijación de tipos a los gobiernos, o al menos para justificar mejor las acusaciones de manipulación cambiaria.

 

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