
La segunda mitad del siglo XX fue testigo de lo que parecía ser la marcha imparable de la globalización. Sin embargo, el proceso ha perdido recientemente fuerza como consecuencia de la presencia de intereses asimétricos a nivel nacional e internacional.
Primero, hay un distanciamiento creciente entre países ricos y pobres en materias de comercio (protección de la propiedad intelectual, subvenciones agrícolas, etc.). Los expertos comparan el proceso de liberalización del comercio con pelar una alcachofa frente a pelar una cebolla: una vez que las hojas exteriores se han extraído, queda el núcleo duro (los intereses nacionales) haciendo difícil el avance.
A nivel nacional, existe la percepción de que la globalización beneficia a unos pocos a costa de la mayoría. Los políticos no han encontrado la forma de redistribuir los beneficios del libre comercio, doblegándose en cambio a los intereses especiales. Las élites acusan a Donald Trump de populista, pero cuando éste afirma que EEUU necesita «comercio inteligente» en vez de » comercio libre» no está más que condenando los privilegios de que gozan las corporaciones (profusos donantes de los partidos) a expensas del americano medio.
Las multinacionales salen beneficiadas porque el comercio moderno tiene hoy poco que ver con en el intercambio de mercancías entre países, teniendo lugar éste dentro de las empresas gracias a las cadenas de valor globalizadas. Esto redunda en mayores beneficios para los accionistas a costa de menores puestos de trabajo e ingresos impositivos a nivel local (basta pensar en los $200 millardos en efectivo que Apple tiene en subsidiarias). La crítica a la globalización suele centrarse en sus efectos sobre el mercado laboral, pero la importancia de la merma impositiva es incluso mayor. Es una idea comúnmente aceptada en economía que el comercio de bienes es un sustituto del comercio de factores de producción. Cuando uno de los factores es capital público (infraestructuras, sistemas legales y educativos, etc.), si las empresas privadas – importadoras o exportadoras – no lo reponen mediante el pago de impuestos, el ciudadano medio pierde. Por esta razón tanto aranceles como impuestos a la exportación, a pesar de ser vilipendiados, tienen todo el sentido económico.
¿Cuáles serían las implicaciones desde el punto de vista de inversión si la globalización se detuviese? A nivel macro, si se restringe la libre circulación de capitales y mercancías el retorno del capital disminuirá y los costes de producción aumentarán, resultando en menores beneficios empresariales y mayor inflación. A nivel micro habrá ganadores y perdedores. Los principales perjudicados serán las multinacionales con modelos de negocio dependientes de la globalización (consumo, finanzas, etc.). Por el contrario, las empresas locales gozarán de una menor competencia (construcción, infraestructura, energía, etc.). A medio camino, las compañías productoras de bienes escasos, complejos o estratégicos (defensa, maquinaria, TI, etc.) encontrarán pocas barreras de entrada, pero una creciente presión para compartir tecnología y pagar más impuestos.
En conclusión, como inversores una reversión de la globalización no sería beneficiosa. Como ciudadanos, podemos dar la bienvenida a su reforma, pero cuidando de cómo ésta se lleva a cabo. Los mercados cerrados por lo general han sido propicios para el capitalismo clientelista, lo cual implicaría caer a un nivel de equilibrio más bajo en términos de desigualdad social.
Fernando de Frutos, Director de Asesoría y Gestión en MWM
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