Tras combatir la inflación durante décadas, los bancos centrales tratan ahora de revivirla por todos los medios a su alcance, ya sea “quantitative easing”, tipos negativos o depreciación de moneda. Esto plantea una intrigante pregunta apta para amantes de teorías conspiratorias: ¿saben los banqueros centrales algo que el resto desconoce?
El giro de política siguió a la crisis financiera, cuando la Fed se aventuró con el «quantitative easing» a fin de evitar que una política monetaria restrictiva exacerbara la caída de la demanda agregada, como ocurrió durante la Gran Depresión. Sin embargo, la tendencia deflacionista no había comenzado entonces. El propio Ben Bernanke había ya hablado de la «Gran Moderación», donde los avances en la «tecnología» de los bancos centrales habrían relegando la volatilidad macroeconómica – incluyendo inflación – a los libros de historia.
La complacencia tecnócrata de Bernanke obviaba sin embargo la existencia de una marea deflacionista por factores político-económicos ajenos a la «magia» de los bancos centrales. En primer lugar la globalización que, combinada con los avances tecnológicos y la mejora en las técnicas de gestión empresarial, permitieron una drástica reducción de los costes de producción y distribución. Por mencionar algunos, el uso de la subcontratación, la deslocalización, la robótica, la gestión de inventarios y el marketing on-line, estarían detrás de la fuerte disminución de precios en bienes y servicios. Por añadidura, el poder de negociación de los trabajadores resultó muy mermado, poniendo fin a la tradicional ligazón entre beneficios empresariales, presión salarial e inflación. El segundo factor fue la formación de bloques de divisas en torno al Dólar y el recién creado Euro, lo que significó llevar a la disciplina monetaria a países tradicionalmente propensos a la inflación.
La tendencia deflacionista sería más aguda si, como los economistas llevan tiempo sospechando, las tasas de inflación son más bajas que aquellas reflejadas en las estadísticas. Las razones serían la contabilidad tardía de nuevos productos que presentan un rápido descenso en precio (véase el gráfico), así como la infravaloración de mejoras en la calidad. Por otra parte, la revolución de Internet ha traído consigo toda una serie de nuevos servicios que se ofrecen ya sea de forma gratuita (Google, Facebook, YouTube) o por debajo de coste económico (Airbnb, Uber), y que apenas están reflejados en las estadísticas de precios.
El debate no es nuevo y tuvo su apogeo a finales de los 90, cuando los defensores de la «nueva economía» comandados por Alan Greenspan, ya aducían que las ganancias de productividad – particularmente en el sector servicios – estaban siendo subestimadas por una incorrecta medición de la inflación. De hecho, la llamada «Comisión Boskin”, concluyó que el IPC sobreestimaba la inflación en más de un 1%. Por entonces, con el IPC por encima 3%, esto no era motivo de preocupación. Sin embargo, en los niveles actuales, significaría que estamos experimentando deflación.
De ser esto cierto, la economía gozaría de buena salud en términos de productividad y crecimiento económico real. Siendo el peligro que, cuando una tendencia deflacionista se pone en marcha, tarde o temprano beneficios empresariales y rentas comienzan a declinar, causando que se desinflen los precios de los activos y aumente el valor de los pasivos. Esto pone en jaque el fundamento mismo del sistema financiero y explicaría el misterio detrás del comportamiento poco ortodoxo de los bancos centrales.
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