El mercado y sus estados de ánimo

El comportamiento que muestran los inversores a la hora de comprar y vender tiene un impacto en los mercados financieros, que repercute inevitablemente en su cotización. La tecnología ha contribuido a la democratización de los mercados, abriendo acceso a un número mayor de participantes, y de una índole mucho más heterogénea. En algunos casos, con poca experiencia y conocimientos, lo que incrementa el peso del factor emocional. Este hecho impacta de manera más crítica en periodos de histeria como es el provocado por la crisis del coronavirus.

La suma de los sentimientos de optimismo y pesimismo de cada participante tiene un efecto en la volatilidad del mercado. Es el componente irracional, que provoca desviaciones temporales de los precios sobre sus valores intrínsecos.

Las ventas indiscriminadas que derrumbaron los mercados en febrero y marzo y la extraordinaria recuperación en los siguientes meses son un claro ejemplo. Un modo de cuantificarlo es el indicador que mide el miedo y la avaricia, y que podríamos considerar como el termómetro del inversor.

 

  • Cuando el miedo domina el mercado, los precios caen por debajo de su teórico valor intrínseco.
  • Cuando la codicia gobierna el mercado, los precios suben por encima de su teórico valor intrínseco.

Estas divergencias, difícilmente explicables mediante modelos puramente económicos y matemáticos, son resultado de las emociones. Cuanto más extremo es el dato del indicador, mayor es la discrepancia en la valoración.

Las crisis tienen la capacidad de poner a los inversores a prueba. Cuando el pánico inunda los mercados y la falta de experiencia es tan crítica como el exceso de confianza. Las emociones humanas interfieren inevitablemente en los procesos de decisión, y la racionalidad pasa a un segundo plano. Son estas decisiones, precipitadas por el miedo y el dolor que infringen las perdidas, las que conforman el componente psicológico de los mercados.

Pero ¿qué empuja a los inversores a actuar de este modo? Todo ello es fruto de un comportamiento innegablemente humano. La impotencia que provoca en cualquier persona ver como el valor de su cartera disminuye de manera abrupta, desata la liquidación desesperada de las posiciones. Esta impotencia se vuelve ansiedad a medida que los activos ya vendidos se recuperan.

Según la hipótesis de los mercados eficientes, el precio de un activo en el mercado refleja toda la información disponible, tanto pública como privada. Esta teoría asume que los inversores tienen aversión al riesgo y se comportan racionalmente.

Nada más lejos de la realidad. Factores sociales, emocionales o rasgos de la propia personalidad del inversor suponen un sesgo comportamental a la hora de interactuar con el mercado.

Teóricamente, el precio de cualquier bien o activo es únicamente dependiente de las características del propio activo. Pero la utilidad de cada activo varía de un individuo a otro según las circunstancias y preferencias de cada uno. La impulsividad, la intuición o los sentimientos, tan inherentes al ser humano, derivan en sesgos emocionales que alteran la objetividad de la persona.

Por tanto, un individuo racional que toma decisiones con el fin de maximizar la utilidad, se encuentra sujeto a unas limitaciones tanto cognitivas como emocionales que conducen a comportamientos irracionales y elecciones sub-óptimas.

Ansiedad, depresión, frustración, miedo o arrepentimiento son emociones que explican estos comportamientos ¿Por qué se tiende a incrementar la tolerancia al riesgo después de haber sufrido una pérdida? ¿Por qué se vende precipitadamente para asegurar una ganancia? En muchos casos, los individuos no muestran aversión al riesgo, sino aversión a las pérdidas.

La psicología del inversor mide el resultado de una inversión en relación a un punto de referencia, que generalmente es el precio de coste. Por debajo de este nivel, son pérdidas. Por encima, ganancias.

Este concepto, que de por sí parece obvio, induce a uno de los sesgos conductuales más comunes entre los inversores; conocido como contabilidad mental. Estos errores no son más que autoengaños. Trampas psicológicas que nos hacemos inconscientemente a nosotros mismos para justificar nuestras decisiones.

La denominada contabilidad mental o “mental accounting” implica una segregación involuntaria de las inversiones, valorando cada una por separado en lugar de considerar el conjunto. Y es uno de los errores más comunes a la hora de gestionar un portafolio. Se tiende a segregar en lugar de valorar la rentabilidad global de la cartera.

Resulta paradójico que, como consecuencia de la aversión a las pérdidas, se tienda a vender los valores en ganancias para conservar aquellos en pérdidas, incluso a incrementar el peso de estos últimos para “reducir el precio medio”. Cuando la decisión más racional sería la opuesta. Pero el dolor que causa realizar una pérdida, lleva habitualmente a tomar la decisión errónea y vender el activo que realiza la ganancia. Sin valorar que el dinero es fungible y que ambos activos contribuyen a un rendimiento único de la cartera, construida de manera holística. Usando una analogía futbolística, sería sustituir en tu equipo a los jugadores más en forma por los más lentos.

Del “¿Por qué no vendí?” al “Tendría que haber comprado” Tras una mala decisión surgen los remordimientos. Que además influyen inevitablemente en futuras decisiones. Como consecuencia se introduce otro factor emocional más para el futuro: la indecisión.

Según algunos estudios*, la diferencia media entre el rendimiento de una cartera con un proceso de inversión disciplinado con respecto a otra cartera que se ha gestionado aleatoriamente es de en torno al 5.3%. Esta diferencia se denomina “Behavior Gap” y es consecuencia de la impulsividad y el exceso de transacciones.

 

 

¿Cómo se puede evitar o corregir el componente psicológico del proceso de decisión?

Los sesgos de comportamiento traducidos en una mala toma de decisiones son el factor principal que lastra las carteras con respecto a sus benchmarks. Para corregir estos errores es preciso entender en primer lugar los sesgos de comportamiento y fijar un proceso sistemático de establecimiento de objetivos. Reunir y procesar la información, analizando el razonamiento detrás de cada decisión para acomodarlas lo máximo posible a la decisión racional.

Uno de los principales conceptos a tener en cuenta es que los mercados se mueven de manera cíclica y las carteras deben estar posicionadas para crecer en los tiempos buenos y para resistir cuando no lo son tanto. Tratar de hacer timing con las oscilaciones del mercado es jugar a la ruleta rusa, porque el mercado no avisa cuando se da la vuelta. Es más recomendable considerar un horizonte temporal adecuado y un posicionamiento diversificado de la cartera.

Con una diversificación adecuada se puede calibrar un nivel de riesgo ajustado a los objetivos. Para ello, es importante adaptar las inversiones a las expectativas. Y tener en consideración los sesgos y emociones, para cumplir los objetivos financieros deseados sin sobresaltos ni falsas expectativas.

Es muy difícil valorar cómo hubiera sido la caída de los mercados en los meses de febrero y marzo si extrajéramos el efecto pánico que causaron las ventas masivas. Lo que sí es un hecho objetivo y demostrable es que una cartera invertida racionalmente el uno de enero de 2020 y gestionada de manera disciplinada, hoy habría recuperado el 100% de la caída y probablemente, se encontraría en positivo.

 

Rafael Vicario, CFA

 

*DALBAR Studies

 

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