Felices compras y endeudado año nuevo

Los críticos del capitalismo no andan escasos de culpables a quien achacar todos males que éste provoca; sin embargo, mientras otros concentran toda la ira, los especialistas en mercadotecnia, actores indispensables en todo el entramado, están consiguiendo quedar impunes.

 

Por ejemplo, mientras que los banqueros puede siempre poner en valor el papel social que las instituciones financieras desempeñan en el fomento de una asignación óptima del capital – dado que al canalizar el ahorro hacia proyectos solventes, la banca eleva el crecimiento del la economía tanto por el lado de la oferta como el de la demanda – los expertos en marketing de consumo, por el contrario, trabajan solo en beneficio del lado de la oferta; estimulando la compra de sus productos con todo tipo de artimañas, independientemente del impacto que el consumo excesivo pueda tener sobre el medio ambiente o las finanzas de los consumidores – convenientemente estiradas por cómodos pagos a plazos.

 

Pero los mercadólogos no se ven privados de su propia línea de defensa en nuestra economía de consumo. Si hace un siglo la frugalidad se consideraba virtud, mientras que la prodigalidad era una debilidad del carácter, hoy en día, la percepción ha cambiado, y un cierto grado de autocomplacencia se considera un comportamiento socialmente responsable. Esta línea de pensamiento está respaldada por el pensamiento económico dominante. Los modelos de crecimiento desde Solow nos muestran que, dado que el capital exhibe rendimientos marginales decrecientes, su acumulación no puede sostener el crecimiento económico por sí mismo. Por lo tanto, existiría una llamada «Regla de Oro» que vendría a dictar el equilibrio entre tasas de ahorro y consumo, y que optimizaría el crecimiento económico como resultado.

No importa cuán poderosa sea la lógica económica, ésta todavía crea una fuerte disonancia cognitiva en muchos de nosotros que hemos sido educados en relativa austeridad. Esto sucede porque, contrariamente a los modelos económicos, en el mundo real no existe una clara línea divisoria entre inversión y consumo. Uno puede tratar ropa, muebles, dispositivos electrónicos, automóviles y demás, como artículos desechables a ser reemplazados constantemente, o como bienes duraderos que deben conservarse mientras desempeñen su función.

 

El marketing desempeña un papel crucial aquí, actuando como la «mano invisible» de nuestra economía moderna que empuja a los consumidores a aumentar el gasto. Los vendedores manipulan nuestra psique con una serie de subterfugios que incluyen, entre otros, hacernos anhelar productos «aspiracionales» en la pirámide de Maslow, apresurarnos a comprar por temor a perder una ganga, recompensarnos por nuestra fidelidad, o – de manera más preocupante – forzándonos a cumplir normas sociales convenientemente ideadas; como por ejemplo comprar anillos de diamantes o chocolates para el Día de San Valentín, cortesía de De Beers y Cadbury, respectivamente.

 

La globalización e Internet están agravando el ataque a nuestro libre albedrío. Ahora somos blanco individualizado de vendedores que infieren nuestras preferencias por nuestros patrones de navegación en la web y, desafortunadamente, las diferencias culturales ya no hacen de escudo. El año ha dejado de estar dividido en estaciones astronómicas, y ahora viene dictado por una serie de eventos de compras que incluyen Halloween, Black Friday, Cybermonday, Navidad, ventas de temporada, días de madre y padre y, si cree que tiene suerte por no estar sujeto al impuesto de San Valentín, me temo que pronto estará celebrando el “Día de los Solteros” en China.

 

Nunca sabremos si la sociedad consumista actual sigue la trayectoria óptima dictada por la “Regla de Oro”. Uno puede fácilmente imaginar escenarios contrafactuales en los que un consumo responsable y mayores inversiones en educación y tecnologías sostenibles generaran mayores ganancias económicas a largo plazo. Sin embargo, la URSS nos recuerda los riesgos de tratar de domesticar nuestras pulsiones animales. Pues al fin y al cabo, la tiranía cortoplacista de nuestra sociedad puede que no sea más que un reflejo de nuestro instinto de supervivencia.

 

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