Planificación de infraestructuras y riesgo moral

A medida que los bancos centrales agotan su arsenal monetario sin lograr reactivar el crecimiento, se está fraguando un gran consenso para llevar a cabo un importante estímulo fiscal vía inversiones en infraestructuras.

Al contrario que el “Quantitative Easing”, muy criticado por contribuir al aumento de la desigualdad social, las inversiones en infraestructura son políticamente aceptables, ya que por lo general producen resultados tangibles y actividad económica indirecta. Por añadidura, el momento sería óptimo para que la política fiscal tomara el testigo de la política monetaria, dado que los bancos centrales han conseguido reducir drásticamente los costes de financiación de sus gobiernos.

Toda precaución es poca sin embargo antes de abrir las compuertas de cemento, ya que no hay que olvidar cuánto adoran los políticos las obras públicas (puntualmente inauguradas antes de las elecciones). Todo proyecto de infraestructuras debería pasar una «prueba de acidez» consistente en analizar por qué éste no ha sido desarrollado con anterioridad. Puede ocurrir que obras necesarias se hayan pospuesto por negligencia o por una mal entendida austeridad fiscal, pero también ocurre frecuentemente que la oferta de financiación crea la demanda de infraestructura y no al revés – véase los Fondos Estructurales de la UE – con el consiguiente riesgo de desarrollar proyectos antieconómicos, o innecesariamente subvencionados al verse desplazada la inversión privada.

Igual que ocurre con la valoración de acciones, la rentabilidad de cualquier proyecto depende de una serie de variables (tasa de uso, costos de operación, depreciación, obsolescencia, etc.) y pequeños cambios en cualquiera de ellas puede producir resultados muy diferentes. Por otra parte, las obras públicas suelen ser terreno fértil para la dejadez presupuestaria, el gasto accesorio, y la corrupción, que acaban traduciéndose en sobrecostes.

Estos riesgos merecen ser asumidos cuando el retorno potencial es grande, como ocurre con infraestructuras de “puesta al día» en países en desarrollo; pero en países desarrollados, el beneficio de construir un nuevo puente o autopista puede ser tan sólo marginal. Una alternativa sería desarrollar infraestructura puntera, como el “Hyperloop” de E. Musk. Sin embargo, este tipo de proyectos tienen  un alto riesgo de acabar en infraestructura obsoleta, ya que para todo Internet hay un Minitel, y para cada Canal de Panamá una Gran Muralla.

Además, los beneficios de este tipo de proyectos son para disfrute de generaciones venideras, lo que nos lleva al núcleo de la cuestión. Este frenesí por las infraestructuras parece más bien un intento de mantener el nivel de vida a expensas de las generaciones futuras. Si quisiéramos ser justos con ellas, deberíamos mantener las ambiciones faraónicas a raya, reducir el gran nivel de deuda que les estamos dejando, y en su lugar invertir en su educación; lo cual tiene además un mayor potencial de generar ganancias de productividad en un mundo donde el capital intelectual ha desplazado en gran medida al capital físico.

La planificación de infraestructuras debería ser un proceso largo, metódico y – con perdón de los ingenieros – aburrido. Convendría además que éste fuera realizado por un órgano independiente formado por tecnócratas, al igual que los bancos centrales en la actualidad. Keynes dijo famosamente que los economistas deberían tratar de ser percibidos como profesionales humildes y competentes, a la altura de los dentistas. Pues bien, parece que después de haber fracasado en el intento, ¡están ahora tratando pasar por ingenieros!

 

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