Un manifiesto proteccionista

La libre circulación de los factores de producción está consagrada en el imaginario económico; un estatus que emana de una verdad matemática incuestionable: que cuanto mayor sea el número de grados de libertad para asignar los insumos económicos, mayor es el potencial de maximizar la producción.

Este simple y poderoso argumento oculta sin embargo una pega importante; que la maximización del todo no implica necesariamente la optimización de las partes. De hecho, esto último rara vez ocurre, y alguien (países, regiones, industrias, individuos) debe ceder por el bien común.

El credo liberal ha construido una serie de defensas teóricas al respecto. La más notable es la ley de ventaja comparativa de David Ricardo, que establece que cuando los países se especializan en producir aquellos bienes para los cuales tienen una ventaja relativa (no absoluta), todos pueden beneficiarse del comercio.

Obviamente, en el momento en que un país se abre al exterior, éste tiene que ajustar su estructura productiva, cerrar industrias no competitivas y concentrarse solo en aquellas con mayores posibilidades de éxito a escala global. Dicha transición puede resultar muy dolorosa para los trabajadores afectados, pero – aquí viene el próximo salvavidas a la teoría – las ganancias económicas logradas a nivel agregado implican que sólo es un problema de encontrar las políticas correctas de redistribución interna.

En el lado opuesto, hay dos justificaciones económicas a favor de implementar políticas proteccionistas. La primera es conocido argumento del «interés nacional». Perseguir a ciegas la capacidad productiva sólo en aquellas industrias donde un país tiene una ventaja competitiva, hace que el país sea dependiente de otros, debilitando por tanto la seguridad nacional. Además, no permite que el país pueda progresar en la cadena de valor, ya que el apoyo gubernamental a menudo es esencial para fomentar «industrias incipientes».

Un segundo argumento (a menudo silenciado) contra el libre comercio son las ventajas de «comprar local». Cuando los consumidores desechan un producto local a favor de uno más barato importado, o cuando se pierden empleos porque la producción se traslada al extranjero, se produce una pérdida de capital neta para el país (menos ingresos fiscales, más gastos sociales), particularmente cuando las ganancias de eficiencia no revierten en el país en forma de impuestos corporativos, ya que las empresas pueden arbitrar el sistema impositivo internacional.

Debido a que esta pérdida se diluye ampliamente en la sociedad y es muy difícil de cuantificar con precisión, los consumidores no la toman en cuenta en sus decisiones de compra. Además, existe un fuerte incentivo para aprovecharse de un bien común (beneficiarse de tener industria o comercio local, mientras se compra online en el extranjero).

La información imperfecta y la no-exclusión son dos tipos de disfunciones del mercado que requieren la intervención del gobierno. Esta última puede venir en forma de aranceles, cuotas, beneficios fiscales para empresas locales o subsidios. Todas estas medidas son imperfectas y pueden crear distorsiones económicas, pero al igual que sucede con los impuestos, el reto es calibrarlos correctamente en lugar de abolirlos por completo.

De hecho, como sucede a menudo con los modelos económicos idealizados, el argumento del libre comercio no refleja para nada el mundo real. Basta con echar un vistazo a las estadísticas de la OMC para darnos cuenta de que aún vivimos en un mundo donde las barreras al comercio son omnipresentes. Después de todo, no se trata de tener que elegir entre el libre comercio o la autarquía, sino – dando la razón a Trump – de procurar un «comercio inteligente» que proteja los intereses nacionales.

 

Fernando de Frutos, MWM Chief Investment Officer

 

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