Administración 2.0 y el final de la economía sumergida

Uno de los temas económicos más debatidos en la actualidad es el bajo crecimiento de la productividad, a pesar del acelerado progreso tecnológico que está teniendo lugar frente a nuestros ojos.

Algunos lo achacan a un error de medición, debido a que las estadísticas de productividad no capturan en su totalidad el impacto de las nuevas tecnologías. Esto ocurre tanto porque la producción se subestima al no contabilizar productos y servicios proporcionados a costo cero (aplicaciones gratuitas, Wikipedia, etc.), como por lo complicado que es medir mejoras en el cada vez más importante sector de servicios.

Una explicación alternativa, defendida por el economista R.J. Gordon, propone que las ganancias en productividad de las innovaciones actuales palidecen en comparación con las conseguidas el siglo pasado gracias fundamentalmente a la introducción de la electricidad, el motor de combustión interna, el saneamiento y la petroquímica.

Se puede, sin embargo, aventurar una tesis complementaria combinado ambos postulados, teniendo en cuenta el creciente tamaño del sector público, así como la naturaleza pública de las innovaciones del siglo pasado. Conviene recordar que la red eléctrica, los sistemas de agua y alcantarillado o las primeras compañías de telecomunicaciones fueron proporcionados directamente por empresas estatales o regulados como un servicio público.

La diferencia estriba en que los servicios públicos que han proliferado desde la creación del estado de bienestar, han lastrado la productividad. Las razones para ello son múltiples; en primer lugar, el crecimiento en el sector público es en parte consecuencia de regular y controlar una complejidad social cada vez mayor; algo necesario para mitigar los riesgos pero con poco impacto en el crecimiento económico.

Sin embargo, también es incuestionable que gran parte de la brecha de productividad entre el sector público y el privado se puede atribuir al hecho de que muchas de las principales tendencias laborales (como la deslocalización o la compensación basada en incentivos) apenas han afectado a los servidores públicos, y también debido a que el sector público se ha quedado rezagado en la adopción de nuevas tecnologías.

Si se analiza la administración como si fuera una empresa privada, se observan muchas áreas de mejora, siendo la más obvia el potencial para reducir costes. La digitalización se ha introducido progresivamente en la administración, pero se dista mucho de aprovechar todo su potencial.

El margen de mejora es también enorme en el área de gestión de ingresos. La implementación de técnicas de inteligencia artificial aprovechando el rastro digital de los contribuyentes, tiene el potencial para poner fin a la economía sumergida. Para un país como España, con una economía informal estimada del 25% del total y con ingresos tributarios del 37% sobre el PIB, esto significaría un aumento de recaudación por encima del 9% del PIB.

Pero la tecnología ofrece también el potencial de transformar la forma en que vemos los impuestos. Si pudiéramos conocer el consumo por contribuyente de los diferentes servicios públicos, podríamos diseñar impuestos personalizados basados en su uso, en lugar de utilizando indicadores como ingresos o beneficios. Por ejemplo, los dispositivos de rastreo vía satélite podrían indicar fácilmente el uso que se hace de las carreteras, permitiendo diferenciar los impuestos viales.

Este es el concepto detrás de la «Teoría de los impuestos basados en beneficio», una vieja idea en economía, refutada en su día por Paul Samuelson bajo la suposición de que es imposible conocer las preferencias de los contribuyentes. Ese impedimento desaparecería si, gracias a la tecnología, las preferencias individuales pudieran inferirse mediante el seguimiento de su consumo. La productividad además recibiría otro impulso debido al tiempo que ahorraríamos en hacer la declaración y, lo que es más importante, en quejarnos de los impuestos.

Fernando de Frutos, MWM Chief Investment Officer

 

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